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Cómo surgió la democracia en la Antigua Grecia: explorando el desarrollo político

Cómo surgió la democracia en la Antigua Grecia: explorando el desarrollo político

Hace ya dos mil quinientos años, los atenienses se dieron a sí mismos un sistema de gobierno que estaba fundamentado en el poder del pueblo. Lo llamaron democracia y constituía un motivo de orgullo para la propia ciudad. ¿Cómo fue posible? ¿Cómo explicar que, hace tanto tiempo, una ciudad griega creyera que el gobierno no debía estar en manos de los aristócratas, los reyes o los tiranos? ¿Qué fue lo que propició que todos los ciudadanos fueran considerados iguales y, por tanto, depositarios de los mismos derechos y deberes?

La sociedad gentilicia

La antigua Grecia fue un laboratorio en el que se experimentaron todos los sistemas políticos conocidos con una sola excepción: la dictadura. Pues bien, los diferentes regímenes de gobierno que caracterizaron la práctica política de los griegos tuvieron una característica común: la presencia permanente de una aristocracia dirigente que fundamentaba su acceso al poder en el privilegio de la sangre. 

Estos aristócratas se llamaban a sí mismos eupátridas, es decir, bien nacidos. En torno a ellos se creó una estructura gentilicia, completamente cerrada, cuyo principal objetivo era impedir toda innovación que pusiera en riesgo su poder, al que creían tener derecho por razones de sangre, es decir, por naturaleza.

A grandes rasgos, esta sociedad gentilicia (término derivado del griego génos, clan) estaba organizada así: Una primera división de la población en cuatro phýlai o tribus emparentadas; cada una de estas cuatro tribus se dividía a su vez en tres fratrías o hermandades, también completamente cerradas, de carácter civil y religioso, cada una con su propia divinidad y su santuario; finalmente, cada fratría estaba organizada en treinta géne (plural de génos).

Un génos era esencialmente un grupo de familias descendiente de un antepasado común. Cada uno tenía su propio jefe, que era a la vez sacerdote del culto familiar y juez civil. 

Dotado de un formidable poder, vigilaba que la hermética estructura de su clan se perpetuara, tal como demandaban las costumbres ancestrales de los antepasados fundadores, 74 que impedían que la propiedad traspasara los límites del génos y propiciaban una moral individual que perseguía el más importante de los objetivos: no poner jamás en riesgo los intereses del grupo al que se pertenecía.

Dracón: la polis antes que los ‘géne’

El nacimiento de cualquier transformación democrática implicaba terminar con esta estructura gentilicia, basada en el predominio de las relaciones de sangre. La primera reforma destinada a frenar el poder de los géne atenienses se vincula con un legislador casi legendario cuyo nombre es sinónimo de dureza y crueldad: Dracón de Atenas. 

Grabado victoriano (publicado en una enciclopedia de mediados del siglo XIX). Foto: ASC

En efecto, el adjetivo draconiano significa hoy duro, cruel e inexorable, a pesar de que es muy poco lo que podemos saber sobre este hombre, cuya vida es un mar de referencias míticas. La tradición lo sitúa en el siglo VII a.C., época de luchas intestinas entre los géne, cuyos jefes ordenaban asesinatos casi cotidianamente, provocando así una espiral de violencia que no parecía tener límites. 

Los eupátridas, depositarios del poder político, se disputaban dominio y privilegios atendiendo exclusivamente a los intereses de su génos, el único mundo que concebían.

En este contexto de extraordinaria violencia, Dracón recibió el encargo de redactar un código de leyes. No podemos conocer las circunstancias en que tal hecho se produjo, pero sí sabemos que Dracón compuso un repertorio de normas de notable severidad que, sin embargo, escondía un principio revolucionario. 

Con la clara intención de que la violencia dejara de ser patrimonio de los clanes, estableció que la respuesta a cualquier delito debía ser de toda la sociedad ateniense, producto del reciente sinecismo (unión de las distintas aldeas y poblaciones diseminadas por la región del Ática en una ciudad-Estado: Atenas), y no del génos. 

Por primera vez, robos, asesinatos y también corrupción (inherente a todo sistema gentilicio) fueron considerados delitos contra la polis, es decir, contra Atenas, y no contra un génos o una fratría. Fue una reforma decisiva que Dracón precisó todavía más haciendo otra aportación fundamental: la distinción entre el homicidio voluntario y el involuntario.

Nuevas clases sociales

A pesar de las dificultades, del peligro que entrañaba redefinir el poder de los jefes de los clanes, Dracón plantó una semilla que no tardaría en germinar. Así, el ateniense Solón, que vivió entre los siglos VII y VI a.C., recogió su testigo e inició un camino de reformas dirigido a liquidar el poder del génos. No fue fácil. 

El propio Solón escribe que hubo de revolverse “como un lobo en medio de los perros”. El primer paso fue la instauración de la naucraría, la primera unidad administrativa que se basaba en una subdivisión territorial y no en la pertenencia a un grupo familiar. 

Es posible que las naucrarías existieran ya desde época anterior; de ser así, Solón comprendió que potenciarlas implicaba la organización de los atenienses en virtud de un criterio social basado en la convivencia territorial y no en la relación gentilicia de parentesco. No lo dudó: cada tribu fue dividida en doce naucrarías.

Pero hizo algo mucho más revolucionario: dividió a la sociedad ateniense en clases sociales que no tenían nada que ver con la estructura gentilicia, sino con un criterio económico. El sistema creado por Solón fue llamado, desde antiguo, timocracia, es decir, gobierno basado en el honor (timé); un tipo de gobierno que los antiguos griegos vinculaban con Esparta, considerada el modelo típico de un sistema timocrático. 

Mas Solón dió a la palabra timé un significado que tenía muy poco que ver con el modelo espartano, heredado de la mentalidad heroica transmitida por Homero y claramente vinculado a la estructura gentilicia.

Estela de mármol con la inscripción de un decreto de la Asamblea o Consejo ateniense (440–425 a.C.). Foto: ASC

Cada cual según su aportación

Solón no ligó el honor a la sangre, al génos o a la posesión de tierras, sino que supeditó el timé (y, por tanto, el derecho a ejercer cargos públicos) a la producción de la tierra, no a su posesión, dividiendo a la sociedad en cuatro clases relacionadas con la producción de sus tierras en medidas de cereal o aceite.

Por primera vez, la palabra honor se desligó del código heróico establecido por los guerreros micénicos: ahora este concepto no residía en la posesión de tierras ni en el abolengo, sino en la productividad de la tierra y, por tanto, en la aportación que los propietarios de dichas tierras proporcionaran al Estado.

La cuarta clase social del Estado de Solón estaba integrada por los llamados tétes, gente que carecía de tierras y que, por tanto, trabajaba como asalariada en explotaciones agrícolas. Eran hombres libres pero, con frecuencia, estaban excluidos de las estructuras gentilicias, por lo que carecían de la protección del génos. Muchas veces se veían obligados a pagar sus deudas con su propia libertad.

El número de tétes se vio incrementado a comienzos del siglo VI a.C. por una multitud de pequeños y medianos propietarios que, endeudados por completo, tuvieron que vivir cultivando su propia tierra en beneficio de un acreedor. Fueron llamados hectémoros, pues solo podían quedarse con una sexta parte de su producción: el resto debía ser entregado a los acreedores.

Muchos ni siquiera así podían satisfacer los plazos de la deuda. Entonces, los acreedores tenían derecho a convertirlos en esclavos, venderlos y, de esta manera, conseguir que la deuda quedara cancelada. Solón se propuso poner fin a esta situación y promulgó la seisákhtheia, es decir, la abolición de las deudas y, a la vez, la liberación de todo aquel que hubiera sido esclavizado por este motivo.

Es de suponer que cada lector puede imaginar la gesta de Solón si la “contextualiza” en el mundo de hoy, veintisiete siglos después de que promulgara su seisákhtheia.

La aparición de Clístenes

Tras la muerte de Solón, la historia de Atenas cambió para siempre. Sin embargo, a pesar de que sus reformas calaron profundamente entre la población vinculada a la explotación de la tierra, los eupátridas siguieron teniendo un peso desmedido en el gobierno de una ciudad que continuó su camino a través de la tiranía, representada por Pisístrato y sus dos hijos, Hipias e Hiparco. Cuando este fue asesinado y aquel tuvo que exiliarse (¡con los persas!), Atenas se vio en una nueva encrucijada.

Habían pasado cuarenta años desde la muerte de Solón. Los eupátridas, deseosos de volver a la época anterior a este legislador, se reagruparon en torno a la figura de Iságoras. Fue entonces cuando, oponiéndose frontalmente a este, apareció Clístenes, un miembro de la familia de los Alcmeónidas.

Clístenes prometió reformas que liquidaban por completo el antiguo sistema gentilicio. Su éxito se fundamentó en que estas reformas se apoyaban en los nuevos pobladores urbanos, nacidos del auge del comercio y de la aparición de una emergente población artesana que no estaba vinculada a la tierra.

Iságoras comprendió lo que esto suponía y reaccionó con violencia: reclamó la ayuda del rey espartano Cleómenes, quien exigió la salida de Atenas de los Alcmeónidas y de 700 familias más. Clístenes se ausentó voluntariamente de Atenas, para evitar que un rey espartano entrara en la ciudad. No lo consiguió. 

Estatua del poeta elegíaco y filósofo griego Jenófanes, en el Parlamento de Viena. Foto: SHUTTERSTOCK

Cleómenes entró en Atenas en 507 a.C. Bajo su autoridad fue eliminado el Consejo de los Cuatrocientos (Boulé) creado por Solón: fue sustituido por otro que representaba los intereses de Iságoras y las familias aristocráticas. Fue un intento vano. En un acto que demuestra hasta qué punto se había transformado la ciudad, el pueblo ateniense se rebeló y puso cerco a la Acrópolis, donde se refugiaban Iságoras y Cleómenes. Ambos se vieron forzados a abandonar Atenas y Clístenes regresó para poner en marcha sus reformas.

No sabemos la fecha exacta de la muerte de Clístenes, pero sí que Pericles, el hombre que representa el culmen de la Atenas democrática, nació en el año 495 a.C., unos diez años después de que aquel iniciara su reforma.

El padre de Pericles se llamaba Jantipo. La madre, Agariste, era miembro de los Alcmeónidas y sobrina de Clístenes. No es difícil imaginar la influencia que esta mujer debió de ejercer en la trayectoria política de Pericles que, en torno al año 461 a.C., se convirtió en el líder indiscutible del partido democrático. Fue el inicio de la era de esplendor de Atenas.

Los atenienses, reunidos en la Asamblea (Ekklesía), decidían sobre la guerra y la paz, sobre el pago de impuestos, sobre el establecimiento de relaciones diplomáticas, sobre la promulgación o suspensión de las leyes y sobre cualquier otra materia considerada esencial para el presente o futuro de su polis. Y, para hacerlo, se basaban en tres principios irrenunciables, en los que se cimentaba su sistema político: isegoría (igualdad en el uso de la palabra en público), isonomía (igualdad ante la ley) y parresía (libertad de expresión).

Esplendor democrático

La aplicación radical de la isonomía hizo que el procedimiento de designación más común de los cargos públicos fuera el sorteo, intentando evitar así la generación de una clase política perpetuada en el poder mediante un sistema de elecciones. Aristóteles, en su Política, lo explica muy bien cuando escribe: “Una característica de la libertad es gobernar y ser gobernado por turno. […] 

En las democracias, la opinión de la mayoría es la autoridad soberana, siendo este un rasgo distintivo de la libertad, que todo demócrata considera como elemento definidor de este régimen político”. Para los atenienses, un sistema electivo de gobierno dejaría sin efecto uno de los tres pilares de la democracia: la isonomía.

Ciertamente, la igualdad ante la ley no solo implicaba igualdad de derechos, sino también igualdad de deberes, especialmente si, como afirma Aristóteles, “nadie es ciudadano por habitar una ciudad determinada” sino “por participar en las tareas de gobierno y en las judiciales”. 

Esta concepción de la ciudadanía, tan alejada de la práctica moderna, es lo que realmente carga de significado el concepto de isonomía: los ciudadanos tienen la obligación de participar en los asuntos del Estado no delegando su opinión en otros a través de un mecanismo electivo, sino ejerciendo directamente sus derechos.

La Acrópolis de Atenas, Grecia, con el Templo del Partenón en lo alto de la colina. Foto: SHUITTERSTOCK

Rendir cuentas ante el pueblo

El lector habrá reparado en el hecho de que Aristóteles considera a los poderes legislativo (al que literalmente llama “deliberativo”) y judicial como las partes verdaderas del Estado, y no así al poder ejecutivo. La razón es clara: este tercer poder, representado por los cargos públicos, debe estar sometido a los otros dos poderes, puesto que son los ciudadanos los que cargan de sentido la palabra Estado, y este no existe sin los ciudadanos.

Por eso, todos los cargos públicos estaban obligados a rendir cuentas ante el pueblo, representado en el Boulé o Consejo de los Quinientos (Clístenes amplió los 400 bouleutas establecidos por Solón). La palabra que designaba este procedimiento esencial de la democracia ateniense era euthýna, que significa “corregir, enmendar, poner derecho”.

La rendición de cuentas implicaba no solo la justificación de los gastos que cada magistrado había hecho de los fondos públicos; suponía también una defensa de su gestión, política o judicial. Tenemos ejemplos perfectamente documentados de cargos públicos que pagaron con su vida el haber defraudado al pueblo ateniense, incluso cuando las circunstancias en que tuvieron que desarrollar su gestión fueron consideradas como un atenuante que justificaba en parte sus acciones.

De la democracia a la partitocracia actual

Cualquiera de los lectores de este artículo puede colegir sin dificultad las implicaciones que estas prácticas de la democracia ateniense tendrían, 2.500 años después, en un país como el nuestro: difícilmente alguno de nuestros dirigentes pasaría el filtro de la euthýna ante una asamblea como el Consejo de los Quinientos de Atenas. 

La razón fundamental es que nuestra democracia carece actualmente de mecanismos de control por parte del pueblo soberano. Nuestros dirigentes rinden cuentas solo ante sus iguales, asentados en la Asamblea (el Parlamento) por un sistema electivo de listas cerradas elaboradas no por los ciudadanos, sino por los jefes de cada partido: es lo que algunos han dado en llamar partitocracia.

En efecto: quien quiera saber cómo funcionaba el antiguo génos, que observe el funcionamiento de los partidos políticos. 

Fuente de TenemosNoticias.com: www.muyinteresante.es

Publicado el: 2023-12-04 15:30:00
En la sección: Muy Interesante

Publicado en Humor y Curiosidades

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